Patricio Ramos, Ciudadano Fuimos donde lo de mis primas, verdadera casa club que se ubica al lado de la capilla donde se desarrollan normalmente los velatorios del sector. Tomamos café donde la pariente y luego nos fuimos hacia el auto que estaba estacionado en la esquina. Al pasar por la capilla, vimos que la puerta estaba abierta y nos encontramos frente al féretro, con sus velas y flores. Mi papá, que me seguía de cerca, me miró asustado, aceleró el paso y luego sonrío y dijo: "tatatataaan" y por favor léase esto imaginando la 5ª sinfonía en do menor, opus 67, de Beethoven: sección que a pesar de ser un allegro "con brío", le da suspenso y dramatismo a todo lo que acompañe. Me reí mucho.
Hay en la risa un misterio que no logramos descifrar. Es un chispazo, un relámpago súbito que atraviesa la grave solemnidad con que muchas veces nos empeñamos en vivir; es un desorden momentáneo que se cuela por un intersticio de nuestras convicciones, esas que nos dictan que debemos caminar erguidos, serios y, si cabe, hasta ceñudos, para mostrar al mundo que hemos comprendido la terrible verdad: que todos, sin excepción, vamos a morir. ¡Tremenda novedad! Mas, aun sabiéndolo, seguimos tomándonos tremendamente en serio, quizá porque tememos que una carcajada inoportuna nos despeine la dignidad.
Y, sin embargo, ¡qué resistencia la de la risa! ¡Qué terquedad bendita la suya! Se obstina en brotar incluso cuando la vida nos pasa la factura final. Mi padre, como sabe el lector, lleva años navegando por las aguas inciertas de algo parecido al Alzheimer, ese mar que devora recuerdos, pero deja flotando, de vez en cuando, destellos de lo que uno fue. Pues bien, entre las cosas que el tiempo (que en esto es similar al viento, que todo lo desordena) ha dejado en pie, subsiste un agudo y travieso sentido del humor. Uno podría imaginar que la memoria, antes de partir, decidió dejarle ese tesoro pequeño: la capacidad de reírse, y de hacernos reír, como un amuleto contra el olvido. Y yo, que observo ese milagro cotidiano, no puedo evitar pensar que quizá la risa es una forma de recordar lo esencial, incluso cuando ya no se recuerda casi nada. Que, aun en el desvarío, él pareciera feliz porque ríe, y esa sola idea basta para reconciliarme con la fragilidad de todo.
Pero pareciera que la risa en general no es bien vista, no. Hoy, cierto progresismo con pretensiones totalitarias, intelectuales pero imberbes, muy influyente, ha logrado censurar casi todas las cosas buenas de las cuales nos reíamos aquellos cavernarios que nos desternillábamos con cosas que ahora no se pueden ni decir.
Dogmas, sí. Que se lo digan, si no, a Jorge de Burgos en "El nombre de la rosa", aquella obra donde Umberto Eco ?filólogo travieso y sabio a partes iguales? nos mostró una Iglesia que prefería fieles temerosos antes que risueños. ¡Qué escándalo, qué desorden podría desatar un libro que defendiera la risa! ¿Cómo iba un buen cristiano a conservar el miedo a Dios si se permitía el lujo de soltar una carcajada? Allí, en la novela y también en la película que tan fielmente la acompañó, el manuscrito perdido de Aristóteles sobre la comedia se vuelve objeto de herejía. ¡Un tratado sobre la risa! Casi un artefacto explosivo en manos equivocadas. Jorge de Burgos, con su santidad mal entendida, prefería que ardiera la abadía antes que permitir que los hombres rieran con conocimiento de causa.
Eco ?y luego la película, con Sean Connery impartiendo sabiduría entre nieblas? nos recordó que la risa no destruye la fe: destruye el miedo, que no es lo mismo. Y quizá por eso ha sido perseguida tantas veces: porque libera. Porque desarma. Porque nos iguala. Porque hace que la muerte pierda por un instante su majestad y se quede plantada, sin saber qué hacer, mientras nos doblamos de la risa.
Por eso pienso que la risa es, en sí misma, un acto de resistencia. Un modo de decirle al mundo -cada vez más totalitario-, al destino, a la enfermedad, y a las sombras que nos rondan, que no pueden arrebatarnos lo más humano. Y así como en el libro de Eco el manuscrito prohibido acaba revelando que la risa es un arma poderosa, en mi casa, cada vez que mi padre suelta un chiste inesperado, siento que en su mirada se enciende algo parecido a la libertad.
Y es que, al final, la risa está del lado de la vida, aun cuando sabemos que esta tiene un fin marcado. Es un pequeño acto de victoria, un guiño luminoso contra lo inevitable. Si en el monasterio de Eco temían que reír hiciera perder el miedo a Dios, yo diría que reír hace perder el miedo a vivir, que es una empresa mucho más ardua.

















