Patricio Segura Ortiz, Periodista. psegura@gmail.com
La Sociedad Nacional de Minería (SONAMI), la Sociedad Nacional de Agricultura (SNA) y parte de la industria del salmón, conjuntamente con sectores políticos negacionistas de la crisis climática y sus efectos, lograron lo que parecía imposible. Que "biodiversidad", palabra llena de sentido y belleza, guardiana de la prosperidad de largo plazo, fuera expulsada del salón que cobija los conocimientos anclados a la magia de la existencia.
En su empeño por desmantelar el Servicio de Biodiversidad y Áreas Protegidas (SBAP), previo a su aprobación incluso, han transformado este concepto en el enemigo público número uno de la economía. No sólo de la propia, por la mala prensa que tiene proteger los intereses de las grandes corporaciones, sino de pymes, trabajadores y ciudadanos de a pie.
Hoy, con la consulta pública sobre los sitios prioritarios para la conservación de la biodiversidad, han redoblado sus esfuerzos amenazando, una vez más, con una debacle si definimos, en conjunto, qué ecosistemas usar, pero también en cuáles actuar con consideración.
"Aquí lo que hay es una verdadera expropiación regulatoria" clamaba hace poco Jorge Riesco, de la SONAMI.
Lo que no se ha dicho, convenientemente, es que en el proceso de los sitios prioritarios no se está creando ninguno nuevo. Ninguno. Todos fueron declarados previo a la Ley SBAP, varios hace años ya. Y en este tiempo no han significado mayores complicaciones para vecinos, comités de vivienda, campesinos, pequeños productores. Sólo han sido afectadas los proyectos que lo hacen mal. Porque no son parques, reservas ni monumentos, son sólo lugares para no maltratar.
Tampoco se ha aclarado que más de un 70 % de los que existen no son parte de los tres procesos de consulta ciudadana en curso en las macrozonas norte, centro y sur. Son 231, de 330, los que quedaron fuera, sin horizonte claro de constitución en el marco del SBAP. O que entre los que se incluyeron, el gobierno ha recortado muchos de ellos.
Y menos aún han recordado qué es, qué funciones cumple y, en su faceta de servicios ambientales, para qué nos sirve a los seres humanos la biodiversidad.
Biodiversidad es la bandurria, el caiquén y el tero que vuelan por los aires del sur de Chile, como banda sonora de nuestras noches más silenciosas. Es la morilla, el boletus y el digüeñe, alimento e ingresos para los habitantes de hoy y para los que estuvieron ayer. Y de los que mañana estarán.
Eso es biodiversidad.
La que cuando se desequilibra, acarrea plagas como la cuncuna espinosa que arrasa las hojas de miles de lengas en nuestros poblados, afectando la economía familiar campesina.
Biodiversidad es la que permite que aún puedas tomar agua limpia en muchos campos de la Patagonia y la que, a duras penas a veces, desintoxica el aire tan maltratado por nuestra particular forma de habitar.
La biodiversidad nos ha abierto la puerta a creaciones que mejoran la vida, como el velcro, que emula los cardos por muchos percibidos como una molestia. O los aviones, que recrean el vuelo de las aves, junto a los trenes bala que imitan el pico del martín pescador (Alcedo atthis) para cruzar en silencio los túneles en Japón.
Y es gracias a la biodiversidad, a esa naturaleza tan vapuleada hoy, que la ciencia ha logrado controlar patologías antes fatales. Así como los adhesivos quirúrgicos se inspiran en la baba de las sanguijuelas (Hirudinea) y las indoloras agujas hipodérmicas en el aguijón del mosquito (Culicidae).
Es su protección la que nos permite seguir contando gratuitamente con esos ambientes que en otros lugares más urbanizados hoy son una excepción.
Como la foto de un plantín sobre un pompón (Sphagnum magellanicum) que hace pocos días me enviaran desde una feria hortícola en Santiago. "Tu privilegio es mi sequía", podría ir en la etiqueta bajo el precio. O bajo una palta, Nutella y tantos otros productos de alta huella hídrica, climática. A fin de cuentas, ecosistémica.
Biodiversidad es, en conclusión, la que hace posible nuestra existencia, como los bosques que regulan el clima local, evitan deslizamientos de laderas e inundaciones. Lo mismo que los humedales. La biodiversidad habilita que cultivemos sanamente, que produzcamos con responsabilidad. Y que, a través del turismo, se democratice la riqueza por el territorio.
Y eso que no he aludido al componente ético de cuidar la naturaleza: porque es lo correcto. Una trascendente aspiración.
En la ofensiva de la gran industria contra todo lo que suene a protección ambiental, conservación y, por cierto, biodiversidad, los daños colaterales serán graves. Y de largo plazo.
Como ocurrió con HidroAysén, que en su empeño por imponer un proyecto que "sólo usa agua", sin hacerse cargo de la gigantesca escala y localización, ha afectado por más de una década el impulso del desarrollo hidroeléctrico de pequeño y mediano tamaño. Como sucedió esta semana, cuando al mencionar el Servicio de Biodiversidad y Áreas Protegidas, mi interlocutor se sintió incómodo con el noble sustantivo.
Con todo el poder económico y mediático, uno habría esperado que los grandes sectores productivos de Chile hubieran actuado con perspectiva al enfrentar la discusión sobre un ordenamiento territorial que combine virtuosamente productividad con conservación. Pero conservación real, no sólo la que sólo hace sentido cuando se usa para turismo de élite, vender las así llamadas eco-parcelas con derecho real de conservación o tener un jardín privado para los amigos.
Eligieron el camino de tierra quemada, de arrasar con todo. Decisión que, al final del día, afectará esencialmente a quienes hoy más dependen de la biodiversidad: pequeños poblados y productores rurales que sólo mediante su protección pueden asegurarse que en el futuro una industria contaminante no afecte su agua, su suelo, su aire.
Sin biodiversidad no hay vida. Aunque por estos días te intenten convencer de lo contrario. Porque más que una maldición, esta palabra es una bendición.




















