Jessica Igor Chacano, Periodista
Hace algunas semanas escribí sobre la solidaridad con nuestros hermanos menores, los animales. Personalmente creo que desde el más pequeño hasta el más grande, todos merecen respeto y protección. Hoy vuelvo a este tema, porque la realidad me lo impone, porque cuando la crueldad se normaliza, algo muy profundo se rompe en la conciencia colectiva.
¿Cómo deconstruir una comunidad donde sodomizar a un animal en la vía pública se ha vuelto parte del paisaje cotidiano? En Coyhaique solemos quejarnos del atraso, pero ¿qué puede ser más atrasado que una sociedad ?y sus autoridades? que no hace cumplir las leyes para proteger a un ser inocente?
Siempre aparecen quienes, con buena intención, defienden a los niños y a las infancias vulnerables, y eso está bien. Pero la violencia no distingue especies, cuando alguien carece de empatía, empieza por donde menos riesgo corre. Quien disfruta del sufrimiento de un animal, sólo porque no puede defenderse, ya ha cruzado una línea moral peligrosa. Y si las circunstancias lo permiten, ese impulso puede avanzar hacia los más indefensos entre nosotros.
Un estudio de la Fundación Amparo y Justicia, publicado en 2024, ubica a Aysén entre las regiones con mayor tasa de denuncias por abuso contra menores y esto no es casualidad. La crueldad es una escalera, y los primeros peldaños se suben golpeando, humillando o torturando a quien no tiene voz, un animal, y después será un menor.
Recuerdo uno de los primeros casos aberrantes sobre maltrato animal que se cubrió en esta casa periodística. En una escuela pública y muy conocida de Coyhaique, unos niños rociaron con parafina a una perrita callejera y le prendieron fuego. Lo hicieron por diversión. El animalito, confiado, se acercó buscando comida o cariño, y encontró la muerte más dolorosa que pueda imaginarse. No conforme con eso, grabaron el hecho y lo subieron a una plataforma digital, que en los albores del siglo XXI todavía no tenía una censura muy estricta.
Aún recuerdo la cara del jefe de redacción, una persona fuerte y con carácter, pero estaba perplejo, y yo también. De vez en cuando me pregunto ¿Qué habrá sido de esos niños? ¿Tienen hoy familia, hijos, trabajos? ¿Qué habrán aprendido sobre el valor de la vida? ¿O llevarán, en silencio, la marca de esa crueldad? La empatía no se hereda, pero el desinterés sí se aprende.
Hace pocos días, una vecina del sector alto de Coyhaique relató entre lágrimas en redes sociales que su gatita desaparecida apareció muerta en la calle, con signos de abuso. Muchos vecinos sindicaron que en ese lugar ?un sitio eriazo? se reúnen personas a consumir drogas y alcohol. Pero el problema no es el sitio, sino las mentes enfermas que lo habitan. Puede haber mil lugares abandonados, y nada pasaría si no existieran quienes sienten placer en dañar. El desafío es erradicar a esas personas de nuestras comunidades, pero también prevenir que otros sigan su camino. Las leyes contra el maltrato animal existen; el punto es que se apliquen. Carabineros, la BIDEMA y las autoridades locales tienen las herramientas, lo que falta es convicción.
Sin embargo, la tarea no es solo institucional. También somos responsables los que no miramos hacia el costado, sino hacia abajo, donde están los más vulnerables. Los niños que no pueden explicar lo que les pasa cuando un monstruo los daña, y los animales que no tienen voz y deben callar para siempre. La crueldad no surge de la nada, crece en el silencio de los indiferentes, en la risa de los cómplices, en la impunidad de los cobardes. Si una comunidad permite que se torture a un animal sin consecuencias, está aceptando un nivel de violencia que tarde o temprano se volverá contra sí misma.
El modo en que tratamos a los más indefensos revela quiénes somos. Y en Aysén, en Coyhaique, ya no basta con indignarse en redes sociales o compartir una foto triste. Es hora de exigir respeto, justicia y empatía. Porque la crueldad no es sólo un crimen contra los animales, es un espejo de nuestra humanidad rota.




















