El poder como límite del poder


El Barón de Montesquieu - filósofo y escritor francés, teórico de la división de poderes en el Estado - reflexionaba hace más de 270 años atrás: "Una experiencia de siglos enseña que cada hombre que posee el poder está impulsado a abusar de él. Seguirá siempre adelante hasta encontrarse con límites. Para que no se pueda abusar del poder, es preciso establecer mediante el ordenamiento de las cosas que el poder frene al poder."
Una de las instituciones llamada a frenar el poder, en este caso el poder penal del Estado, a fin de que no se abuse de él, es la Defensoría Penal Pública.
Resulta indiscutible, particularmente en estos tiempos, que el Estado tiende a recurrir de manera expansiva a la herramienta penal para resolver conflictos que puedan revestir carácter de delito. Frente a esa pulsión o inevitable tendencia del Estado a hacer uso creciente de la amenaza penal, quien actúa como defensor o defensora realiza una labor que busca frenar dicho ímpetu, instando de esta forma que la persecución penal y, posteriormente, el castigo, sea aplicado únicamente en los casos y por la forma que nuestro ordenamiento ha establecido, y siempre que se haya logrado establecer la responsabilidad penal de una persona, superando con antecedentes indiscutibles y sólidos la presunción de inocencia, como debe ser en un Estado de Derecho.
La labor que deben desempeñar quienes realizan defensa penal es, por cierto, contra mayoritaria. Es decir, si hacemos una encuesta en la comunidad, normalmente la mayoría de las personas responderán que esperan se imponga pronto una condena (ojalá lo más severa posible) a quien se nos presenta como responsable probable de haber cometido un delito.
El carácter de contra mayoritario de la labor de la defensa penal pública es otro argumento para sostener que no resulta sano que dicha labor sea brindada por instituciones dependientes de autoridades cuyo origen y legitimidad radica en la voluntad mayoritaria del pueblo, como ocurre por ejemplo con el/la Presidente/a de la República o con quienes integran el Parlamento.
Quien reclama el pleno respeto de los derechos del perseguido en un proceso penal o aboga por su presunción de inocencia, o plantea hipótesis alternativas a la versión más difundida que atribuye responsabilidad penal a una persona, indudablemente NO cuenta con el respaldo de la mayoría de la población. Probablemente ello obedece a que la mayoría de nosotros, de manera bastante ilusa e infundada, siempre nos proyectamos en un futuro como eventuales víctimas de un delito y nunca como posibles imputados o imputadas respecto a los mismos.
La referida visión del futuro sólo se nos aparece como errada cuando, un día cualquiera, luego de un error, arrebato o derechamente producto de una falsa acusación, para sorpresa y desconcierto de la persona afectada, se enfrenta a la justicia penal, no como víctima como era imaginado o temido, sino que como sospechosa o perseguida.
Por este tipo de cuestiones es que sostenemos con total firmeza que la autonomía de la Defensoría Penal Pública es muy necesaria y urgente de implementar. No por el bien de nuestra institución ni para el regocijo de quienes trabajamos en ella, si no directamente para favorecer y asegurar los derechos fundamentales de todos quienes habitamos este país.