Nunca imaginé encontrarme por segunda vez cara a cara con el arquitecto y mayúsculo artista Jerónimo Torres, con quien nos dimos un calidísimo abrazo. Recordé tantas cosas de la niñez con este hombre enamorado de la ciudad, me fue trasladando con maestría dulce y acidulada energía hasta los peligrosos transectos donde los hombres vivían con sus décadas distintas, esplendorosos en medio de una fronda social extraña y pintoresca, cada cual moviendo sus manos en diferentes actitudes, buscando en sus entornos la gota exacta, el miligramo y el peso cabal para encontrar la dosis de la vida.
De pronto, en un ágil salto atrás, Jerónimo canoso y encorvado, Jerónimo chispeante y humorista, me comentó haber leído el artículo del viernes, felicitándome por los detalles e interrogándose en tono socarrón si acaso en la habitación donde estábamos no había nada expuesto a los demás…
Fue una fábula moralizante, un asomo de secretos en medio de las flores del tiempo lo que me trajo este hombre singular, para quien aún resultaban vívidas las escenas de Ciro Arredondo encargando a Puerto Montt unas cuarenta señoritas que cierta tarde bajaron del barco profusamente ataviadas y oliendo a polvos del harem. Una semana más tarde, todas, absolutamente todas se habían casado con poderosos hombres empresarios, empleados públicos de nuestra tierra, formándose así una familia.
¿Quiere que le dé nombres? –le escuché decir aterrado a don Jerónimo, el arquitecto poético. Prefiero que me los escriba, le respondí. Y acto seguido me dediqué a pensar que su carta me iría a llegar pronto, porque él cumple lo que dice. Y cuando me llegue, conoceré la historia de tantos coyhaiquinos cuyas madres fueron robadas a la noche pecaminosa y se tranquilizaron en la crianza olvidando viejas escenas de vaudeville y cabarets. No sé, me hubiera gustado callarme, pero me sentí muy agradado por la suave infidencia de colinas de rocío derramándose justo frente a mi Pc.
Me di el lujo de preguntarle a mi amigo Torres, quien sonreía feliz ante cada observación mía, que adónde se iba a ir cuando se muera –tiene 85 años!––. Pero hombre, me espetó, si uno no se va a ningún lado, ni al cielo ni al infierno. Uno se muere no más. ¿Dónde se va a ir? Y reía con sus ojos pequeños agrandados.
Entonces, como si el tema fuera un encierro, especie de anillo trasfigurado en la recordación y el sometimiento que las cosas de la vida tienen por lo auténtico sagrado, me contó que en ese tiempo, en el segundo piso de la capilla los curas jugaban sentados sobre la alfombra con la chimenea encendida, un juego de naipes italiano llamado algo así como fing show, mientras el viento se colaba por todas las tablas de la pared y ellos reían a carcajadas, felices y libres.
Para entonces Dios estaba presente en la conversación y aparecieron Bruno y Sergio junto a Venancio, que si les preguntamos a antiguos vecinos, todos los recordarán, sin duda. Ellos le pidieron siempre a Torres diseñar capillas (Balmaceda, Puerto Ibáñez), no más grandes que un galpón de esquila. Y él no les cobró un peso jamás. Pero nunca fue católico, sólo amigo de ellos.
––Soy ateo ––dijo, mirando hacia el suelo, y escuchándonos gritar para que su sordera escarbara en mis palabras sin estridencias.
Vengo siempre acá, mi mujer queda sola, mis hijos están bien, mis recuerdos me hacen venir, quiero esto, por eso vuelvo, fue lo último que le escuché decir, antes que sus encorvadas espaldas se fueran perdiendo en medio del pasillo, rumbo a la calle Prat.
Jerónimo Torres era el arquitecto de las grandes construcciones, sus proyectos se alzaban por aquí y por allá, sus bosquejos nadaban en ciertas turbulencias de tamaña geometría, debido a lo nebuloso de la tierra, del paisaje, de la desarmonía con que se empezó a levantar este pueblo. Porque él me lo estaba enseñando, con cuánta duda en sus ojos y en su voz me proponía en su discurso suave y permisivo que se vayan de una vez por todas los funcionarios que no entienden cómo se construyen las formas sobre un contenido caótico, de qué manera se va uno engullendo las tareas que ya están atacadas por entre sus profundidades y que esta pureza de la que tanto se habla no pasa de ser un caudal retórico que pugna por hacernos parecer lo que no es y de inculcarnos el non sense de nuestra geografía.
Me dije: Jerónimo Torres volverá una y otra vez, mi amigo arquitecto, lírico y eminente, caminando por sus calles antiguas como quien busca de nuevo ese viento solo que remueve alamedas y se tropieza con las evocaciones. Era su sombra que avanzaba detrás, como llevándole para siempre recados de perfección y ritmo absoluto, de sentido pleno y de humano poderío.
Será él, sin duda, quien me llevará una vez más por los años 50 y también por los 60 cuando a uno le estaban creciendo los huesos y oía los trepidantes sonidos de los DC3 por encima de la cabeza, allá muy arriba del cielo, donde las letras bien dibujadas en la panza del armatoste indicaban que todo había terminado, y que por fin aquellos tristes y asustados pasajeros volverían a la vida luego del infierno de tres horas entre Chamiza y Teniente Vidal.
Torres denota el paso de los años, y va y viene por su pueblo, viene a ver cómo se acomodan los nuevos huéspedes luego de levantar tanto terreno y hermosearlo. Viene para despertar de un sueño de robos e insanías, para parecerse a sus sueños que aún se resisten a diluirse.