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Opinión
Lo sano de poder hablar de la muerte: más allá del tabú cultural
Emanuel Rechter Director carrera de Psicología UNAB
Columnista, Colaborador
12-11-2025

La muerte ocupa en nuestra cultura contemporánea un lugar paradójico. La encontramos omnipresente en nuestras pantallas y en todos los medios: aparece exacerbada en noticiarios que subrayan la violencia y las muertes derivadas de agresiones, accidentes u homicidios, generando en las audiencias una sensación persistente de inseguridad, alarma y temor. 

La muerte constituye el núcleo narrativo de innumerables videojuegos en los que el objetivo es la eliminación del adversario. Se presenta explotada como recurso o trivializada en series y películas sobre asesinos seriales, guerras o enfrentamientos donde la muerte ?propia o ajena? se vuelve espectáculo. Diera la impresión de que convivimos con ella con asombrosa soltura y cotidianeidad.

Pero basta mirar un poco más de cerca para advertir otra cosa: el horror ?nuevamente el horror? de la muerte en una de sus formas más macabras, la que resulta del enfrentamiento humano: en la guerra, en la violencia ejercida en nombre de causas políticas o religiosas, en los actos de terrorismo que devastan comunidades enteras. Esa muerte masiva, repetida, cubierta una y otra vez por la prensa y diseminada sin filtro por las redes sociales, termina por volverse inocua, ajena, distante. Tan presente que deja de doler; tan mostrada que ya casi no se mira.

Sin embargo, se trata de una familiaridad aparente. En nuestra experiencia subjetiva, la muerte tiende al desalojo y es relegada, como si se tratara de un hecho ajeno, al plano del afuera, al de la mera información mediática. Es un acontecimiento que se observa, pero rara vez se conversa de un modo auténtico. A diferencia de otros tiempos, cuando la mortalidad infantil, las enfermedades o los accidentes acercaban la muerte al hogar y al ritmo ordinario de la existencia, hoy, la modernidad, el progreso sanitario y el aumento de la expectativa de vida ?que en buena parte de Occidente supera los ochenta años? han contribuido a que olvidemos la fragilidad que nos constituye. Ese avance, incuestionablemente valioso, tiene un reverso: hemos expulsado la muerte del espacio íntimo, del ámbito familiar y de la conversación cotidiana.

Cuando Freud escribió en 1915 "De guerra y muerte. Temas de actualidad", advirtió algo que sigue resonando más de un siglo después: vivimos como si fuéramos inmortales, comportándonos como si la muerte fuera siempre asunto de los otros, nunca nuestro. Aquella ilusión, señalaba, no es un error de cálculo, sino una defensa estructural: una negación colectiva frente a la angustia más profunda del ser humano, la conciencia de su propia finitud.

Pero aquello que se niega no desaparece. Freud nos enseñó que lo reprimido retorna, aunque lo haga por vías más costosas. Nuestra dificultad para hablar de la muerte se traduce, así, en síntomas contemporáneos: ansiedad, obsesión por el cuerpo, pánico frente a la enfermedad o al envejecimiento. Bajo la retórica del bienestar se esconde el terror a lo incontrolable por excelencia. La cultura actual ?acaso una auténtica cultura de la preservación?, obsesionada con la prevención y la longevidad, despliega enormes esfuerzos para negar una verdad tan sencilla como insoportable: morimos. Y morimos casi siempre fuera de todo cálculo subjetivo, accidentalmente, demasiado pronto o demasiado tarde. Hay, en el advenimiento del fin, algo que desborda cualquier capacidad de anticipación o acuerdo interior, por el simple hecho de que no depende de nosotros.

Desde este punto de vista, hablar de la muerte ?de nuestra muerte? puede ser un acto estructurante y, al mismo tiempo, un gesto en favor de la salud. Nombrar la muerte es, paradójicamente, una operación vital. Nos permite situarnos frente a nuestra finitud ?nuestra única certeza? y, desde allí, desplegar una ética del límite. La fantasía de inmortalidad, lejos de protegernos, nos infantiliza: nos mantiene en la posición del niño que cree que sus padres jamás morirán y que él mismo es invulnerable. Hablar de la muerte, en cambio, nos obliga a crecer, a abandonar esa ilusión y a asumir el riesgo de una existencia consciente de su término.

La salud mental ?individual y colectiva? no consiste en eliminar la angustia ante la muerte, algo imposible y, en el fondo, indeseable. Consiste en crear espacios donde esa angustia pueda ser dicha, escuchada y compartida; donde la finitud no sea un escándalo, sino un límite que estructura, que otorga peso y valor a cada instante precisamente porque no es eterno. Poder hablar, por tanto, de nuestra muerte y de los temores que la rodean, de nuestras pérdidas, de la partida de nuestros seres queridos; en definitiva, de todo aquello que nos confronta con la vulnerabilidad y con el temor ante lo inevitable: nuestra finitud.

Columna - Emanuel Rechter
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