En este Chile habitan 2 Chile, más bien 3. Uno conoce plenamente sus derechos, los ejerce y, a veces, hasta abusa de ellos; otro, al otro extremo, espera algún día conocer los suyos, y ejercerlos plenamente, capaz que el mismo día en que dejen de ser objeto de los abusos del primer grupo. Sería un lindo momento.

Falta, por cierto, el tercer grupo, que en este Chile llamamos clase media. Pero como es un Chile muy clasista lo separamos inmediatamente entre clase media alta y clase media baja, subdivisión que no vemos en otros países tan marcadamente como en este largo y puntuado paisaje.

La masacre dividió patrones y mandados y nos venden el cuento de que todos en Chile, por ejemplo, pueden emprender, de que cualquiera puede surgir y que solo depende de su propio esfuerzo. Evidentemente el esfuerzo del hijo de un hombre rico o de una mujer millonaria puede ser muy valioso, pero es indudable que al hijo del obrero que llegó a Santiago a patadas con la pobreza y que consiguió vestirse y alimentarse a duras penas, le costará mucho más acceder a una gerencia o incluso a un pequeño peldaño en la dura escala de la movilidad social.

A veces pienso que la segregación es un invento chileno. Todavía, en 2025, hay quienes creen que los pobres no deben alcanzar una educación muy avanzada para no perjudicar la mano de obra, mientras la educación técnica sigue al debe en lugares como Aysén. Peor: cuando surgen esfuerzos de diversos sectores para levantar proyectos como el Centro de Formación Técnica de Aysén, la política (o más bien los partidos que creen saber de política) y no la técnica, invaden y contaminan proyectos que constituyen uno de los verdaderos impulsos de esa movilidad social.

Otro ejemplo de estos 2 Chile es el propio lenguaje con que se refieren unos y otros al rol del Estado, ese que a algunos les gustaría que cada vez fuese más chiquitito para tener menos reglas. Porque cuando el dinero se gasta en beneficios sociales se habla de bonos, pero cuando se gasta en subsidiar a las empresas se habla de incentivo a la producción, del motor del crecimiento. Algo similar ocurre cuando el gran empresariado insiste en que ellos dan trabajo. Primero aclarar que las plazas de trabajo mayoritariamente están en las pequeñas y medianas empresas del país, no en las grandes. Pero lo más significativo es la falsedad que hay en la frase. El trabajo no lo dan las empresas, sino los trabajadores y trabajadoras. Las empresas crean, más bien, las plazas de trabajo que, sin alguien que las ocupe produciendo, no sirven de nada.

En Chile se ha perdido dramáticamente la visión transformadora que tuvo alguna vez la clase obrera. Es cierto que hubo una aniquilación de casi 20 años, pero 35 después el escenario es más trágico. Porque en este Chile aspiracional y clasista, los discursos de odio nos acercan a un sálvense quien pueda, y depende del Chile en que te toque nacer. Al final del despeñadero siempre quedarán los abusados; y arriba, mirando desde lo alto, los abusadores.