Columnista, Colaborador
En el debate presidencial que tuvo lugar el pasado 26 de octubre el primero de los puntos que se planteó fue la seguridad. Sin duda, es un tema que nos convoca como sociedad, todos hablamos de ella, todos la exigimos; a su vez, todos los candidatos la prometen. Y en esas conversaciones, existe una frase que parece la receta mágica, el mantra que se repite cuando de delincuencia se trata: "mano dura".
La escuchamos en las demandas ciudadanas, en las campañas presidenciales, en los matinales, suena tan simple, tan tranquilizadora, pero ¿que significa realmente?
A primera vista, la respuesta parece obvia: actuar con firmeza frente a la delincuencia, que "no la saquen barata" y que los castigos sean severos. Pero lo cierto es que, si se analiza lo que ello impica, el concepto se diluye y puede apuntar a muchas cosas: más policias, penas más altas, menos derechos para las y los imputados, expulsiones para los extranjeros que son acusados de un delito, más controles preventivos, incluso, intervención militar. Al final, se vuelve un concepto vacío porque cada persona interpreta lo que quiere escuchar, he ahí también el por qué la expresión "mano dura" se ha vuelto casi un slogan en seguridad.
La ecuación parece simple: a más castigo, menos delito, porque si las penas son más altas, cualquier persona pensará dos veces antes de delinquir. Sin embargo, la evidencia muestra que, en la mayoria de los casos, el efecto es el contrario, o al menos, que el endurecimiento de las penas no reduce por sí mismo la delincuencia.
Pero, aun así, la "mano dura" vende, porque se traduce en una acción rápida, en medidas visibles, aunque no necesariamente en cambios reales, porque la sola amenaza de un castigo más fuerte no es suficiente para contener a un fenónemo social complejo como la delincuencia.
Para relexionar y entender el éxito de la "mano dura", hay que mirar más allá. Vivimos en la cultura de la inmediatez, todo es rápido, la comida nos llega en 10 minutos, podemos enviar mensajes al otro del mundo en segundos, podemos ver series completas en una sola tarde. Y así, hemos trasladado esa misma lógica a la delicuencia, otorgando soluciones rápidas para un problema que tarda años en construirse, porque plantear soluciones a largo plazo "sale caro" y no gana votos.
Como consecuencia, se privilegia un discurso que deja de lado a la prevención. Nos olvidamos que la seguridad es, sobretodo, prevención. Y la prevención requiere inversión social, oportunidades, presencia estatal. Cuando la discusión se centra en castigar, entonces renunciamos a construir condiciones que eviten el delito.
Uno de los grandes riesgos de la "mano dura" es la de legislar para reaccionar y no para planificar. Tras un caso mediático, se anuncian reformas. Tras un crimen impactante, se prometen nuevas penas. No se puede legislar por intuición, impulso o urgencia, porque las consecuencias son las que vemos: cárceles sobrepobladas, reincidencia alta, aumento del crimen organizado. Una política de seguridad seria y eficaz debería enfocarse en el largo plazo, en prevención social, programas comunitarios, apoyo escolar, intervención temprana en consumo problemático, en rehabilitación y reinserción, sobretodo dentro de las cárceles.
La "mano dura" es un placebo, no trata el problema ni tiene un efecto real. Si queremos resultados distintos, entonces ampliemos la mirada, tengamos paciencia, entendamos que las medidas verdadermente efectivas pueden no tener un resultado inmediato, que no basta con un slogan, sino que se requiere una planificación a largo plazo. Porque, al final, lo único verdaderamente firme es lo que se construye despacio.





















