Búsquedas: notas dispersas, a propósito del viaje de Colón (que hoy no mencionaremos)

San Brandán, "Breandan" en gaélico, o simplemente Brandan, es el santo de Irlanda. Integrante de los llamados "Doce Apóstoles Irlandeses", es el patrono de los viajeros ?de los aventureros, en verdad?. Su festividad, compartida por católicos, ortodoxos y anglicanos, como en pocos casos, es el 16 de mayo.
Cuenta la leyenda que allá por el siglo VI, en un "curragh" ?una embarcación de cuero, muy distinta al "hallef" de corteza de ciprés que usaban los Kawéskar en el sur del mundo y más parecido a los barcos de los Inuit ?, Brandán se hizo a la mar con otros 14 monjes, siguiendo la brújula de su fe y del misterio. Se dice que alcanzó las costas americanas, Terranova específicamente.
En 1977, una expedición científica construyó un "curragh" con las mismas técnicas y materiales, siguiendo las rutas estimadas que tomaron los monjes celtas, comprobando que, efectivamente, el viaje era posible.
Y a propósito de los Inuit, estos ya estos cazaban focas y perseguían ballenas desde Siberia a Alaska, justo antes que los Vikingos, por el 900 a.C.
En efecto, Erik el Rojo, en el año 980, también alcanzaría las costas del actual Canadá con sus "drakkars" nórdicos. Y más adelante, quizás en 1310, los expedicionarios mandingas del Reino de Mali habrían tocado tierra en lo que hoy son Haití y República Dominicana, dejando atrás pruebas dispersas pero intrigantes de su paso.
Y antes que todos ellos, en un tiempo que hoy nos parece casi mítico ?2.500 años antes de Cristo?, un pueblo marinero polinésico zarpó desde Taiwán buscando nuevas tierras. Avanzaron hacia el sur, tocaron Filipinas, giraron al este por Melanesia y luego se internaron en el inmenso azul del Pacífico. Llegaron a Samoa, Fiyi, Tonga, las Islas Cook. Algunos siguieron hacia el sur, a Aotearoa, la actual Nueva Zelanda. Otros al este, a Tahití, Hawái, Rapa Nui y las Marquesas. Desde allí, empujados por los vientos alisios y un instinto ancestral de búsqueda, alcanzaron Sudamérica. Aquí dejaron su ADN, y entre otras señales materiales las gallinas que hoy conocemos. De aquí se llevaron batatas, y tal vez algo más profundo: un encuentro humano más allá del tiempo.
En fin, podríamos seguir citando nombres, fechas, mapas borrosos, pedazos de piedra erosionada por el paso inclemente del tiempo, relatos de navegantes que, por la razón que fuera ?hambre, esperanza, gloria, fe, exilio o pura curiosidad?, decidieron cruzar los límites del mundo conocido. En aquellos días, la búsqueda se pagaba caro. La vida podía irse en ello.
Y entonces, cabe preguntarse: ¿Qué busca el hombre moderno? ¿A qué se lanza hoy, con esa misma pasión que antes empujaba naves de cuero y madera hacia horizontes desconocidos? Ya no cruzamos océanos a remo o a vela, ni nos encomendamos a los vientos o a los dioses para hallar nuevas tierras. Pero seguimos buscando.
El hombre moderno busca sentido, nos afirmaba un sobreviviente, Viktor Frankl. Busca conexión en medio del ruido. Busca algo auténtico en un mundo saturado de imágenes, datos y promesas instantáneas.
Busca pertenecer y, al mismo tiempo, ser libre. Busca volver a lo simple, mientras se enreda en lo complejo. Busca futuro, mientras arrastra el peso del pasado, sino observe la discusión política actual en nuestro país.
Busca sanar. Busca amar. Busca dejar huella. Hoy las travesías no siempre se hacen por mar. Muchas veces son silenciosas y ocurren en el interior. En una conversación verdadera. En la crianza de un hijo. En el trabajo bien hecho. En el coraje de pedir ayuda. En la renuncia a lo fácil. En el intento de vivir con coherencia, que a veces se transforma en un vía crucis: el camino de la cruz.
Quizás la mayor frontera hoy no esté en los mapas, sino en nosotros mismos.
Y la búsqueda más profunda no sea ya la de nuevos mundos, sino la del propio lugar en este.