Columnista, Colaborador Algunos de nuestros juegos (Primera parte)
Cuando era niño
un dios a menudo me salvaba
del griterío y la palmeta de los hombres.
Así, jugaba tranquilo y sin temor …
Cuando era niño ?,
F. Hölderlin.
Mis imperecederos años de niñez vividos en Coyhaique (1966 a 1973), también los puedo rememorar a partir de los juegos con que nos entreteníamos. Eran días enteros dedicados a alguna diversión infantil, las cuales dependían esencialmente del período del año en que nos encontráramos. Había juegos que practicábamos durante el verano y primavera, mientras que otros los reservábamos para el invierno u otoño. Y, todos ellos, nos permitían alcanzar el absoluto de la felicidad en esos tempranos e inolvidables años de nuestras vidas: la realidad la veíamos como una simple prolongación del jugar, es decir, de la felicidad perpetua para un niño.
Cuando mejoraba el clima, una de las mayores distracciones eran las bolitas o bochas. Nosotros las jugábamos haciendo una "troya", que consistía en marcar con un pedazo de madera o de fierro en el suelo, una especie de pez, dentro del cual poníamos las canicas e iniciábamos la competición. Las reglas en este caso eran sencillas, pues con los dedos disparábamos las bolitas y las hacíamos chocar en las que estaban al interior de la "troya", para sacarlas de allí, y que pasaran a ser nuestras: en mi recuerdo están aquellos compañeros de juegos con una puntería envidiable y a quienes tratábamos de vencer. Desde luego, más de algún muchacho llevaba una enorme cantidad de bochas y, muchas de ellas, de diseño hermoso y de un tamaño superior ? en consecuencia, objetos de nuestros deseos, a causa del supuesto valor mayor que tenían. Por aquellos días, recuerdo, cantaba Leonardo Favio en "Chiquillada" del compositor uruguayo José Carbajal: "Bolita linda, ojito cristalino, te juro no te entrego, aunque gane el matón, dos dientes de leche me costaste bolita, la soba de la vieja, pero te tengo yo", con lo cual ejemplificaba la realidad que había en el juego de las canicas y que, nosotros, simples niños hacíamos nuestra como una verdad de dogma.
También, con el inicio de la primavera el cielo de la población Víctor Domingo Silva de Coyhaique recibía nuestros volantines, cometas y cambuchas, en una mezcla abigarrada de colores, un espectáculo hermoso que desearía volver a observar. Todos los muchachitos del barrio hacíamos un volantín o cometa en nuestro hogar con la ayuda de palillos, papel y engrudo; y, aquél que no tenía para un volantín o cometa, con un pedazo de papel cualquiera construía su cambucha, la que, al surcar el cielo, se veía tan majestuosa como un volantín. Como decíamos antes, eran horas las que invertíamos en jugar con los volantines, cometas y cambuchas, pues nos parecían muy hermosos cuando planeaban en el cielo. No había todavía el afán de competir por hacer caer el volantín o la cambucha de otro muchacho. Más bien, nos conformábamos con ver cómo surcaban el cielo e intentar que subieran más todavía en ese espacio, cual Ícaro; a lo más, queríamos ser Alsino y poder volar, como ellos.
Otro de los juegos de que disfrutábamos era "El Caman". Éste sí era fruto total de nuestra fértil imaginación, y en la práctica consistía en jugar a los vaqueros, con una pistola y una canana de juguete, o bien con una simple pistola de madera que, nuestra fantasía decía que era tal. En esas preciosas horas éramos El Jinete Fantasma, El Llanero Solitario, Roy Rogers, Ringo, etc., es decir uno de los tantos justicieros, que imponían la ley y que intentábamos imitar. Evidentemente, el nombre del juego parecía absurdo, pero, es posible que, alguno de los que jugábamos, al escuchar en las películas de vaqueros en inglés ? que veíamos en el Cine Colón ? la expresión en inglés "¡come on!", haya pensado en que así podía bautizar al juego de vaqueros que tanto nos divertía, y que nadie haya puesto objeción al nombre dado.
También fue parte de nuestra lejana vida infantil el juego de la payaya, que podíamos llevar a cabo, ora con mal tiempo, ora con buen tiempo, pues por la simpleza de éste, no requería mucho: sólo era preciso tener unas cinco piedrecitas, las cuales se iban recogiendo con una mano, en el aire, luego de hacer una figura, partiendo con una, luego dos y, así sucesivamente. Vale decir, era menester tener una cierta destreza para ser capaz de recoger la piedrecita, cuando se encontraba en el aire, y más, cuando eran dos o tres las que estaban en el aire. Evidentemente, algunos de los jugadores eran consumados maestros en ese juego, por lo que resultaban invencibles y tenían, por lo mismo, nuestra rendida admiración.
"Fiesta en los charcos, cuando para la lluvia, caracoles y ranas y niños a jugar, el viento empuja botecito de diario, lindo haberlo vivido para poderlo cantar", decía en la última estrofa la nostálgica canción de José Carbajal, que citábamos antes, nada más que nosotros diríamos al final "lindo haberlo vivido, para poderlo contar".

















