Loado, mi señor, seas por todas las criaturas; por mi señor hermano sol (…) Por el hermano viento; por el aire y la nube y las estrellas y por la hermana luna, seas loado mi Señor, que claras cosas en el cielo hiciste (?) Loado seas por la hermana agua, tan útil, tan humilde, tan preciosa, tan casta (?) Loado seas, mi Señor, por nuestra madre y hermana tierra? ("Cántico del Hermano Sol", fragmento)
Mis pasos cautelosos avanzaban, como queriendo no espantar a alguna criatura; empero, ellos resuenan: el suelo está lleno de ramas, hojas secas y restos de pequeños arbustos, silentes hasta el momento en que son hollados por mis pies; pequeños árboles, algunos fallecidos prematuramente, o durmiendo.
Estoy transitando por el bosque de lengas que cuelga de la ladera de una pequeña montaña rocosa. Las últimas hojas vestidas de rojo, ocre y amarillo aún penden de las ramas -mayormente desnudas- como si fuera el día después de una gran fiesta: la fiesta de la primavera y el verano, que el otoño hace ver lejanos.
El cielo está despejado, mientras, es interrumpido por nubes bajas y redondas, blanquísimas, luego de una segura descarga de todo su virtuoso contenido la noche anterior.
Me detengo solo para respirar y recuperarme un poco del ejercicio de subir la pequeña elevación que hoy me propuse abordar. El acto de respirar profundo, tan común, hoy me resulta algo doloroso por el frío que reina, sin embargo, una vez que mis pulmones se llenan de oxígeno, el bienestar repleta mi organismo y es como si este etéreo elemento reforzara cada una de mis extremidades, dotándolas de energía extra.
Éxtasis. Es la sensación que me invadió posteriormente a lograr con dificultad una roca lateral, oxidada y muy erosionada, que requirió mucha atención. Sorpresivamente, me encontré con el extenso valle del Río Ibáñez, el que no esperaba poder ver sino desde una mayor elevación. Este sirve de locación para la enorme serpiente de agua, que hoy se viste de plata y azul, magistral combinación que no se ha visto jamás en prenda humana. El río se pierde en la distancia hacia el oeste, hacia sus fuentes, bien conocidas por el cronista en sus viajes al interior.
Al avanzar más hacia el techo de la montañita e ir caminando en dirección norte, siento ruido de agua, hito que no tenía registrado, y que se oye lejano. Pienso que es buena idea ir para allá a ver de qué se trata el asunto ¿habrá truchas?
Mi paso se acelera en busca de ese sonido lejano que rebota contra las lengas barbudas. También rebota contra mi nueva y sorpresiva compañía en esta senda sin camino: unas rocas aisladas que asemejan un grupo, una cordada, de personas que quedaron congeladas en el tiempo, después de haber sido afectadas por un hechizo inmemorial, ¿y si son menhires de alguna raza boreal? ¿cómo llegaron ahí?
Los árboles van aumentando en tamaño y densidad a medida que avanzo hacia ese lugar. Al fin, llego al agua. Es un arroyo que podríamos denominar río, pues en algunos sectores se extiende bastante. Es agua, transparentísima, que permite ver con claridad el fondo: un lecho de grava y rocas de colores. Corre rápido en algunos sectores, y forma pozas profundas de color ágata, algo que no he visto sino más hacia el sur, y ya en plena zona del lago General Carrera. Se nota que si lo sigo llegaré más o menos donde pude divisar el valle del Río Ibáñez, es decir se precipita en una cascada, la que hay que ir a ver en alguna oportunidad. Bebo de sus aguas, creo no haber probado una más sabrosa y refrescante, fría como ese glaciar que se ve relativamente cercano; me sacia, me refresca, me tranquiliza, y me llena de salud.
Me siento en una cama de hojas, dejo la mochila a un lado y pienso en armarme un cigarro. Hoy no, estos aromas son incomparables, y ni el mejor tabaco podría acercarse siquiera a esto que huelo ahora. Inadvertido, paso mi mirada por un árbol inmenso y veo un pitío, que ?al contrario de todos los que he visto- no está picando su madera, sino que me está mirando, parece que desde hace rato: él me mira, yo lo miro, no se mueve, yo tampoco. Me incorporo lentamente para no asustarlo, pero al parecer ello no está en los planes de este, porque sigue ahí.
Al ajustar la visión, veo río arriba, cercano, a un enorme huemul que bebe y que parece disfrutar tanto como yo este sitio, intento tomar la cámara, pero en cuanto alzo la mano este se incorpora y empieza a mirarme, con unos ojos atentos y alertas, pero a la vez gentiles; imagino que un animal tan magnífico puede saber que mis intenciones son descansar un poco. Decido guardarlo solo en mi memoria, este vuelve a beber y se queda ahí tranquilamente; tiene un color perfectamente adaptado a ese bosque y si no fuera porque el área es más bien pequeña, no lo habría detectado jamás. El pitío, mientras, me da la espalda y salta a otra rama, luego vuelve a vigilarme.
Así, va llegando la tarde, y el sol empieza a juntarse con la luna, señal que ya hay que bajar.
Agua transparente, sol, nieve, bosque, misterio, rocas, pitíos, huemules, montaña, valle, aire delgado y aromas a tierra helada. Los ojos llenos de inmensidad y el pecho repleto de bienestar. No siento mi nariz por el frío que reina.
Mi mente solo piensa en una palabra y esa es gracias. A quién le da gracias el cronista. Al Creador, llámele usted como quiera, mi crianza pueblerina, llena de barrio, humildad, vecinos, tías, primas y cariño, sabe bien a quien dirigirle un pensamiento, que es también una oración. Creo que así oré todo el día en esa montaña.