Columnista, Colaborador
En la acusación constitucional contra el juez Antonio Ulloa, una idea quedó flotando en el aire: "todos lo hacen". Esa frase, tan cotidiana como peligrosa, resume una forma de pensar y actuar que se ha instalado en buena parte de la vida pública y privada chilena. Es la justificación perfecta para lo injustificable. En filosofía se conoce como falacia ad populum: creer que algo es correcto o verdadero solo porque muchos lo hacen, lo dicen o lo aprueban.
Esta falacia domina el discurso político y electoral. Las candidaturas apelan más a la emoción que a la razón, repitiendo consignas que, por su popularidad, se confunden con verdades: "cerrar la frontera", "expulsar a los migrantes irregulares", "con mano dura se combate la delincuencia". Son frases que producen aplausos, pero no soluciones. La mayoría promete hacerse cargo de los grandes problemas del país ?salud, educación, seguridad o vivienda? sin explicar cómo los abordará.
Cuando llegue la hora de gobernar, quien resulte electo se encontrará con un Estado que responde con su propia versión del ad populum: "siempre se ha hecho así". Esa inercia institucional, junto con las defensas corporativas del mundo político, son los principales obstáculos para transformar el país.
En el caso Ulloa, la defensa y parte de la Corte Suprema argumentaron que su conducta ?las gestiones para influir en nombramientos judiciales? era "un actuar tolerado por el mundo político a lo largo de los años". En otras palabras, no se niega la falta, se normaliza. Pero entre un actuar tolerado y la corrupción o el tráfico de influencias no hay frontera: basta un paso, y en Chile lo hemos cruzado demasiadas veces.
Para tener éxito, el próximo gobierno deberá romper esa lógica. No bastará con proclamar voluntad de cambio; tendrá que liderar a su coalición, convocar a la oposición y, sobre todo, enfrentarse a una cultura acostumbrada a justificar sus deficiencias con el "así se ha hecho siempre". Gobernar no puede ser administrar la costumbre, sino desafiarla. Un político que no desafía la costumbre está condenado a la mediocridad o al fracaso.
Un ejemplo reciente es Gendarmería de Chile: en pocos días se conocieron fiestas con alcohol en cárceles, doce gendarmes formalizados en Iquique y la incautación de un celular a un interno acusado de triple homicidio. No son hechos aislados, sino síntomas de una cultura institucional y política que confunde tolerancia con impunidad.
Todos dicen que combatirán la corrupción, pero nadie explica cómo. La corrupción no comienza con grandes sobornos, sino con pequeños gestos de indulgencia: mirar hacia otro lado, justificar lo injustificable, aceptar que "todos lo hacen". Si nos hubiéramos atrevido a enfrentar esta cultura de la corrupción, no habríamos terminado con un fallo de la Corte Suprema que condenó a Codelco a pagar $17 mil millones a una empresa en la trama de la Muñeca Bielorrusa.
Chile no necesita más consignas ni populismos. Necesita liderazgo ético, pensamiento crítico y valentía para romper la inercia. Porque en política, como en la vida, lo que todos hacen no siempre está bien, y lo que nadie se atreve a cambiar, es precisamente lo que más urgente se vuelve transformar.


















