Esta semana, en un país no muy lejano de este continente americano, una diputada fue vilipendiada por sus continuas equivocaciones y sus evidentes falencias de instrucción elemental. Hace tiempo que no salía a la palestra el viejo refrán que dice, "No saber hacer la O con un vaso". Eso fue, literalmente, lo que le dijeron a la señalada parlamentaria.
Pareciera chiste, pero no lo es. No cuando hablamos de una persona electa por voto popular, con poder para votar leyes que afectan la vida de millones de ciudadanos. El episodio, más allá del escarnio, pone sobre la mesa una discusión urgente, y es si debería exigirse un mínimo nivel de instrucción formal para ejercer como parlamentario.
La importancia de cultivarse no puede subestimarse, especialmente, en tiempos donde la educación parece cada vez más devaluada. Hay una responsabilidad implícita en todo cargo público. Cuando alguien asume una función por mandato ciudadano, lo mínimo que puede ofrecer a cambio es preparación, seriedad y respeto por la función que se le ha encomendado. El Congreso no es un lugar para improvisar.
La responsabilidad de legislar implica comprender los temas en profundidad, articular ideas, debatir con fundamentos, y sobre todo, tener la capacidad de interpretar, redactar y votar leyes que marcarán el rumbo del país. Nadie espera erudición en cada escaño, o que volvamos al siglo XIX donde sólo la élite legislaba, pero sí se espera una base mínima de formación. Una base que permita, al menos, distinguir entre una coma mal puesta y un principio constitucional violado.
Parece insólito que en pleno siglo XXI tengamos que insistir en esto, pero sería peor hacer la vista gorda y callar. Porque cuando se normaliza la ignorancia, se deteriora la democracia. Se vacía de contenido. Se convierte en una caricatura de sí misma. La política, en ese estado, ya no representa al pueblo; lo degrada.
Es legítimo que lleguen al Congreso representantes de todos los sectores sociales. Pero representar no es repetir carencias, sino canalizarlas con herramientas y conocimiento. No se trata de elitismo ni de exigir diplomas para legitimar a nadie. Se trata de asumir que la preparación es parte del compromiso con el país. Que la ignorancia, cuando es elegida y sostenida, deja de ser circunstancia y pasa a ser negligencia.
El problema es más profundo de lo que parece. Porque no es sólo una diputada sin instrucción. Es un síntoma. Es la consecuencia de partidos políticos que priorizan la fidelidad ciega por sobre la capacidad, que llenan las listas con rostros que garantizan obediencia y votos fáciles. La formación pasa a segundo plano. Total, quién necesita saber redactar si lo que hay que hacer es apretar un botón.
Pero las consecuencias están a la vista. Malas leyes, proyectos inconstitucionales, frases vergonzosas en el hemiciclo, y un desprestigio que crece día a día. De qué manera vamos a recuperar la confianza ciudadana si quienes nos representan no pueden hilvanar una idea clara o siquiera escribirla sin errores básicos.
Sería sano, al menos, debatir la posibilidad de establecer requisitos mínimos, comprensión lectora, nociones básicas de derecho, formación cívica elemental. No para excluir, sino para dignificar. Así como se exige una preparación mínima para ejercer cualquier profesión que afecte vidas -médicos, profesores, ingenieros-, por qué no exigir algo parecido para quienes redactan las leyes que todos debemos cumplir.
"No saber hacer la O con un vaso" puede ser una frase graciosa entre amigos, un chiste de sobremesa. Pero cuando quien no sabe está en el Congreso, firmando leyes, ya no hace gracia, hace daño, y el daño es para todos.
La ignorancia en política no es inocente, es peligrosa, y mientras no la enfrentemos con seriedad, seguiremos viendo cómo el desprestigio avanza y la representación retrocede. No podemos seguir normalizando lo que nos perjudica. Porque, al final, el precio lo paga la ciudadanía, y lo paga caro.