Patricio Segura Ortiz, Periodista. psegura@gmail.com
De moda está producir con menor huella hídrica, de carbono o ecológica, todos nombres a los que se recurre para vestir de sustentabilidad una diversidad de productos disponibles en el mercado. En ello, preferir manufactura de origen local campea. Un formato que disminuye la importación de la basura en que se transforma el empaque (muchas veces plástico) de infinidad de bienes. Y evita los químicos conservantes de los perecibles, junto con los gases de efecto invernadero que conlleva todo transporte.
Los beneficios de la compra cercana son conocidos. Ambientales por lo ya dicho, culturales al estar muchas veces arraigados a tradiciones del lugar, económicos al permanecer el circulante en el propio territorio.
Coherentemente, desde el Estado se fomentan productos ecológicos que tienden a la huella cero, es decir el menor impacto ambiental posible. Bravo por estas iniciativas, que algo aportan a mitigar la triple crisis ecológica: climática, de pérdida de biodiversidad y de contaminación. Agregando valor, que le llaman.
Todo bien, hasta que estos artículos se venden en Europa. O incluso China. Algo que en nuestro país es visto, aún, como un logro. Un éxito que debe ser celebrado e, idealmente, replicado.
Pero en clave ambiental, ¿es posible jactarse de ser ambientalmente responsable cuando nuestro foco es exportar a decenas de miles de kilómetros de distancia? ¿La trazabilidad de un producto se mide sólo hasta que es elaborado o debe incluir las estrategias de comercialización? ¿Puede ser la producción a gigantesca escala armónica con la naturaleza?
Es lo que en alguna medida aborda desde 2016 la Ley de Responsabilidad Extendida del Productor, conocida como Ley REP, aunque más que en términos de huella de carbono abocada a la gestión de residuos (que, dicho sea de paso, es parte del mismo problema: la capacidad de carga de los ecosistemas). Norma que se ha ido implementando, no sin dificultades y lobby empresarial, paulatinamente en el país. Hasta ahora los productos sujetos a supervigilancia son los envases y embalajes, neumáticos, aceites lubricantes, pilas, aparatos eléctricos y electrónicos, baterías, diarios, periódicos y revistas, y desde 2025 textiles (declaración voluntaria en esta ocasión).
Se viene 2026 y múltiples desafíos enfrentaremos como país. Con un giro ideológico fuerte (aunque no se quiera reconocer) que, como se ha planteado, potenciará el crecimiento económico por sobre otras consideraciones.
Por ello, la tarea socioambiental que problematiza la sociedad de mercado se mantiene inconclusa. Una que tiene como eje cambiar el sentido común que sigue viendo la naturaleza como una despensa y, luego del proceso productivo, como un vertedero. Y eso ocurre en Aysén, Chile y allá afuera. Sucedió ayer, acontece hoy y seguirá pasando mañana.
Mientras tal paradigma permanezca, como clásico de la humanidad, habrá motivos para actuar. Porque de eso trata, al fin y al cabo, todo proceso intergeneracional. Uno en el que estamos enfrascados más allá de los ciclos electorales y políticos que nos toca transitar.



















