Ellos también merecen solidaridad

"Habla conmigo, perro de la lluvia
Habla conmigo, niño condenado"

(Perdonado (Niño condenado), Luis Alberto Spinetta)

El domingo vi muchas publicaciones en redes sociales sobre la conmemoración del Día Internacional del Animal sin Hogar. Honestamente no sabía que se conmemoraba ese hecho. Incluso me atreví a cuestionar un post que decía: "Feliz" Día Internacional del Animal sin Hogar, porque no me parece una situación feliz o de celebración, más bien todo lo contrario.

Coyhaique es un ejemplo claro y explícito de sobrepoblación de animales de compañía abandonados. Todos los años deambulan caritas nuevas, asustados al principio, pero que luego se acostumbran al rebusque en la basura y a pedir limosna. También todos los años se pone de moda una raza, y así como se pide ropa, aparatos electrónicos, o perfumes a través de un click, también se piden animales de raza.

Hace algunos años saqué una cachorra de la calle, con la colaboración de una agrupación muy conocida, logré curar sus heridas y esterilizarla. Pero no podía adoptarla, porque ya tenía otras dos perras, también rescatadas de la calle. Finalmente, pudimos entregarla a una familia bastante modesta, pero que gustaba de los animales. Lamentablemente, al tiempo después me enteré de que la habían llevado al campo, porque ellos realmente querían y buscaban un perro de raza pastor alemán, que finalmente habían podido conseguir.  

Sacar a un animal del abandono o del maltrato nos hace mejores personas siempre. Sin embargo, cuando tomamos la decisión de adoptarlo, debemos pensar que será parte de nuestra familia y que es para toda la vida; porque es un ser vivo, que piensa, quizá de una forma diferente, pero es consciente; siente, dolor, alegría, tristeza, miedo y sobre todo amor. Por lo tanto, es nuestra responsabilidad darle una vida digna, con los cuidados básicos que requiere la tenencia de un animal de compañía.

En una sociedad marcadamente materialista y bombardeada por la publicidad, orientada al consumo fast fashion, los animales terminan convertidos en un accesorio más, un objeto que se exhibe mientras es novedad y se desecha cuando deja de aportar prestigio o comodidad. Esa lógica cosifica lo que jamás debió ser reducido a mercancía, una vida. El daño que provoca no es sólo a los perros y gatos abandonados, sino a nuestra propia humanidad, porque normaliza la indiferencia y degrada los valores comunitarios más básicos.

Si queremos ser cool, o pretendemos que el mundo virtual nos admire, que sea porque somos tutores auténticos que no pretendemos llenar nuestros vacíos o reafirmar nuestra autoestima comprando un animal de raza, al que luego abandonaremos, porque no pudimos hacernos cargo. Allí nuestro estatus e imagen que pretendíamos elevar, se deteriora aún más, ya que no pudimos ni siquiera darle una vida digna a un animal de compañía.  

La solución con respecto a los animales abandonados no es mirar hacia otro lado, con expresión repulsiva, o "eutanasiar" todo lo que nos parezca una molestia. El problema lo generamos nosotros, la especie humana, con nuestra irresponsabilidad, desidia y negligencia, o incluso con nuestras carencias existenciales. Pero así como generamos el problema, también tenemos el deber de revertirlo.

Si de verdad queremos ser una comunidad que se respeta a sí misma, debemos dejar de tratar a los animales como bienes de consumo y empezar a reconocerlos como compañeros de vida. Eso implica educar en la tenencia responsable, apoyar la esterilización y las campañas de adopción, y también denunciar el abandono, el maltrato y el abuso. Cada uno de nosotros puede hacer la diferencia, abrir la puerta de la casa y del corazón, o al menos no mirar hacia otro lado. 

Porque un pueblo que respeta y cuida a sus animales se respeta y cuida a sí mismo. La solidaridad también pasa por las almas de nuestros pequeños hermanos menores, como los llamaba San Francisco de Asís. Ellos son el reflejo más puro de la confianza  y el afecto incondicional; nos recuerdan que la vida no se mide en posesiones, sino en vínculos. Darles un lugar digno en nuestro mundo no es caridad, es justicia. Y quizá, en el acto sencillo de proteger a un perro callejero o a un gato sin nombre, estemos aprendiendo a cuidar también la parte más noble y olvidada de nuestra propia humanidad.