Qué necesita Aysén hoy


A pocos días de una nueva elección presidencial, el país vuelve a mirarse al espejo, pero rara vez mira hacia sus bordes. En el debate nacional se habla de crecimiento, seguridad o descentralización, pero casi nunca se explica qué significan esas palabras en un territorio como Aysén. Desde acá, donde la distancia no es sólo geográfica, las promesas suenan cada vez más lejanas.
Aysén tiene 97 años y todavía espera que la tomen en serio. Lo que debería ser una conversación sobre desarrollo real se reduce, cada cuatro años, a visitas fugaces, promesas recicladas y fotos en paisajes que los candidatos sólo conocen de paso. Pero la vida en esta región no se sostiene con discursos, se sostiene con empleo, con servicios públicos que funcionen y con oportunidades que no obliguen a irse.
El desarrollo no puede seguir dependiendo de decisiones tomadas a más de mil kilómetros. La región necesita fuentes de trabajo propias, no subsidios temporales ni proyectos que se evaporan al primer cambio de administración. El potencial está, turismo sustentable, pesca artesanal, energías limpias, agroindustria local. Lo que falta es voluntad política para invertir en infraestructura, mejorar la conectividad y construir una economía que deje de exportar sólo materias primas y empiece a generar valor aquí mismo.
La salud es otro espejo de la desigualdad. Esta semana se anunció un convenio con la Región de Los Lagos para que habitantes del norte de Aysén puedan atenderse allá. Una salida práctica, quizás, pero que confirma el fondo del problema, seguimos derivando lo esencial a otros lugares. ¿Qué pasará con quienes viven más al sur, en comunas donde llegar a un hospital implica horas de viaje por tierra o mar? Nadie responde. Faltan especialistas, equipamiento y planificación. Las urgencias se acumulan y el centralismo sanitario se cobra vidas silenciosas.
La educación superior no está mejor. Las opciones son limitadas, las carreras repetidas, y el mercado local termina saturado. No se trata sólo de ampliar la oferta, sino de pensar una educación que dialogue con la identidad del territorio. Un joven aysenino no debería tener que irse para estudiar lo que le interesa, ni menos para encontrar un trabajo digno. La fuga de talento es también una forma de despojo.
A esto se suma una crisis política interna. Mientras se repiten los discursos sobre transparencia y descentralización, un diputado regional enfrenta causas judiciales por fraude al Estado. La representación pierde credibilidad, y con ella, la capacidad de exigir respeto al poder central. Pero éste no es un problema de nombres propios, es la consecuencia de décadas en que se ha tratado a las regiones como botines electorales.
Aysén no necesita diagnósticos ni promesas de campaña. Necesita decisiones firmes, planificación y respeto. Vivir aquí no debería ser un acto de fe ni de resistencia, sino una opción respaldada por un Estado que cumpla su palabra. Las elecciones deberían servir para discutir eso, no para dejarse encandilar por los discursos fáciles que prometen soluciones instantáneas a cambio de adhesiones vacías, esos cantos de sirena solo perpetúan la frustración.
Después de 97 años, Aysén no pide privilegios, exige justicia territorial. Y si desde el centro político siguen sin escuchar, tal vez ha llegado la hora de que sea la región la que alce la voz, con la fuerza que da el cansancio y la dignidad de quienes han esperado demasiado. Porque la paciencia también se agota, y en Aysén hace rato se está acabando.