Existe una leyenda chilota con el huilco de protagonista. Pequeña ave que en otros pagos conocen como huelco o urco. Y en científico, Pyrope pyrope. Común en casi todo Chile, es llamado también "diucón ojos de fuego" por sus sobresalientes anillos orbitales color escarlata.
Quizás por esta singularidad de reminiscencias atávicas le apodan el "manda'o". Cuentan que los brujos de la Isla Grande lo ocupan de mensajero o espía. O para anunciar un hechizo. Por eso no es de buena suerte verlo picotear los cristales de nuestra ventana: puede acechar la enfermedad. Tampoco cuando se eleva desde una rama para dejarse caer en picada: está convocando el mal tiempo.
Sería el huilco, en el fondo, un pájaro de mal agüero. Una alimaña con la que no nos querremos cruzar.
Tal es sólo una forma de interpretar su mítica presencia. Otra, que puede ser un ente con dotes de vaticinio. Un compañero que alerta sobre los aciagos acontecimientos que encontraremos en la ruta. No es que el huelco convoque la tempestad, nos avisa que se avecina para así prepararnos. No trae el urco sufrimiento al hogar, nos dice que es necesario poner atención para no caer en enfermedad.
El pasado invierno se posó un ejemplar sobre un choco de la rancha. Me las agenciaba picando leña y, observador él, detuvo sus escrutadores ojos carmesí en el esmero de este humano embutido en chaleco chilote. Que recuerde, no devino penuria alguna en aquella ocasión. Fue una hermosa y simple compañía, que lo único que conjuró fue mi curiosidad.
He recordado bastante la historia del diucón ojos de fuego en estos días de verano. Con sol, pero también con las lluvias, heladas y viento. Mucho viento.
Esa naturaleza feroz que día a día golpea nuestra puerta y que podemos bautizar de maldita o bendita. De tiempos que empeoran y mejoran, malos y buenos, que se arreglan y desajustan. Muchas veces me he preguntado, ¿cuándo fue el día en que los ciclos de la naturaleza pasaron a ser un problema?
Ahí está el viento, que en estas jornadas ha arreciado como siempre y nunca. Esos rugidos que en casa roban las frutas maduras antes de la cosecha. Las descuelgan de las ramas, en una puesta en escena cómplice de ovejas y carneros, que se las zampan al quedar a tiro de hocico. Nos las arrebatan (como las cachañas al maqui), escatimándonos posibles conservas o mermeladas. Así como nosotros se las hurtamos al suelo, que se nutre de ellas en su proceso de degradación.
Viento, secador natural de ropa y cobijas. Propagador del fuego que voraz consume bosques y pastizales, pero que también clarea el aire, dispersando las partículas contaminantes en ocasiones concentradas. Que cambia el clima, distribuyendo el calor por el planeta. Viento que ayuda a la vida, colaborando con la polinización y el viaje de las semillas, aportando a la propagación diversa de la existencia.
Lo cierto es que nuestra relación con la naturaleza y lo que ella nos entrega no está definida por lo que ocurre allá afuera. Es delineada por nuestras propias percepciones y acciones. Los paradigmas en que nos desenvolvemos.
Podemos vislumbrar belleza donde otros sólo distinguen fealdad. Podemos ver viento ladrón de ciruelas donde otros reconocen un hacedor de biodiversidad. Podemos ver una ciudadanía organizada que no es que se oponga al desarrollo, sólo alerta sobre los problemas futuros que se originan en erróneas decisiones tomadas en la hora actual.